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La cuestión moral del armamento y de la guerra

Dentro de la actividad científica y técnica de la actualidad no es un problema menor la posibilidad que tiene el hombre actual, por primera vez en la historia de la humanidad, de autodestruirse definitivamente a sí mismo y al plantea. En el campo de la guerra nuclear se plantea paradigmáticamente un problema ético de nuestro tiempo, que no ha desaparecido tras el fin de la guerra fría “oficial” con la caída del Muro de Berlín en 1989. De hecho, una enorme cantidad de armas nucleares están en la actualidad ilocalizables y, probablemente, en manos de dictadores de la peor calaña, con el consiguiente riesgo de encadenar una guerra nuclear de resultados catastróficos.

1 El problema del armamento nuclear

Desde mediados del siglo XX (II Guerra Mundial), al concepto de “guerra justa” (enormemente controvertido) se ha añadido un nuevo elemento: la legitimidad o no del uso, en determinadas situaciones límite, del armamento nuclear de destrucción masiva. Las cuestiones éticas que plantea el armamento nuclear pueden dividirse en dos grupos: 1) cuestiones relativas al uso real de armamento nuclear en la guerra; 2) cuestiones relativas a la posesión de armas nucleares para fines disuasorios.

Normalmente el primer tipo de cuestiones se responden por referencia a las exigencias del ius in bello. ¿Podría satisfacer el uso de armas nucleares los requisitos de discriminación y proporcionalidad? A la mayoría de los filósofos morales (aunque no a todos) les parece que hay algunos usos posibles del armamento nuclear que no violarían ninguno de ambos requisitos. Sin embargo, en su práctica real, la disuasión ha supuesto siempre amenazas de utilizar el armamento nuclear para la destrucción intencionada de poblaciones civiles, y esto violaría claramente el requisito de discriminación y casi sin duda también el de proporcionalidad. Este hecho plantea cuestiones fundamentales sobre la moralidad de la disuasión nuclear: ¿depende la disuasión de amenazas de utilizar armamento nuclear de manera inmoral? Si es así, ¿qué implica esto sobre la moralidad de la disuasión?

Aquí se plantean tanto cuestiones morales como estratégicas. Supongamos que conocemos qué usos posibles de las armas nucleares serían moralmente aceptables. Tendríamos que preguntarnos entonces si estos usos son suficientemente amplios para que la amenaza de utilizar el armamento nuclear sólo de aquella manera pudiese disuadir efectivamente cualesquiera amenazas que considerásemos necesario disuadir. Esta es una cuestión de teoría estratégica. Dado que todas las políticas reales de disuasión han supuesto amenazas explícitas de destruir poblaciones civiles, y también el hecho de que en la comunidad estratégica no se ha desafiado de manera sólida la necesidad de estas amenazas, es razonable sacar la conclusión de que entre los estrategas hay un amplio consenso en que una disuasión viable y efectiva exige amenazas de uso del armamento nuclear condenable por los requisitos del ius in bello.

2 El debate sobre la guerra justa

Desde S. Agustín y durante toda la Edad Media se elaboró un cuerpo doctrinal que distingue entre las guerras justas y las injustas. Las condiciones para que pueda hablarse de una guerra justa son las siguientes:

Imposibilidad de una solución pacífica: lo cual supone la conciencia de que la guerra no puede considerarse solución “normal”, sino un último recurso, al que se acogen cuando ya no queda otro.

Causa justa: es decir, violación objetiva de un derecho, acompañada de una verdadera culpabilidad moral del que ha cometido la violación de ese derecho.
Decisión tomada por la autoridad legítima: es decir, por aquella autoridad que debe velar por el bien común.
Intención recta: que no se busque la venganza ni se actúe por crueldad, sino por deseo de soluciones justas.

Utilización de medios proporcionados: no es legítimo emprender una guerra total con un material bélico poderoso ante una simple agresión con pocos medios.

Pese a todo esto, el concepto de “guerra justa” ha sido puesto en entredicho cada vez más. Y no es lo menos importante el que esos principios raramente son respetados. Las críticas más relevantes son:

En esta teoría se reserva al presunto agraviado la condición de juez, con lo cual los riesgos de parcialidad son muy elevados, teniendo presente sobre todo el mundo emotivo, de venganza, etc., que rodea a la guerra. La ausencia de un sistema de arbitraje verdaderamente imparcial y justo vicia de raíz esta teoría.

Además, supone una concepción cerrada del Estado, que no piensa en la comunidad humana.
Se le critica que ha extrapolado a nivel colectivo un principio válido a nivel individual, el de la legítima defensa, sin apreciar sus diferencias sustanciales.

Supone una confianza excesiva, cuando no infantil, en la autoridad pública, casi una mistificación.
Revela una concepción ingenua, en tanto que no toma en consideración la filtración de intereses no legítimos bajo en concepto de “causa justa”.

Es un argumento tan subjetivo que ha servido para justificar toda clase de guerra, rompiendo de raíz la legitimidad de la separación entre guerra “justa” e “injusta”

La cuestión moral del aborto

La palabra “aborto” proviene del latín abortus, participio pasado del verbo aboriri, formado pro el prefijo privativo aby el verbo oriri, que significa surgir o nacer; de modo que, etimológicamente, “aborto” significa no surgido o no nacido. Aquí entenderemos por aborto el suceso consistente en la interrupción de un embarazo humano no llegado a término, con la consiguiente muerte del embrión o feto. El aborto puede ser algo que sucede de manera espontánea o inducida; a nosotros nos interesa este último tipo de aborto.
En filosofía moral la pregunta central en el debate sobre el aborto tiene que ser: ¿es moralmente aceptable el aborto intencional? La respuesta a esta pregunta suele depender de la respuesta que se dé a otras interrogantes filosóficas más generales: i) ¿es el feto una persona?; ii) ¿tiene el feto valor moral intrínseco que nos imponga la exigencia de proteger su vida?; iii) ¿tiene derechos el feto que estén por encima del derecho de la mujer a la vida y de su derecho a decidir sobre su cuerpo y sobre su vida personal?

1 El concepto de persona y el problema moral del aborto


Si admitimos que es moralmente reprobable quitar la vida a una persona inocente, entonces, si el feto es una persona inocente, el aborto, que supone privar de la vida al feto, es un acto moralmente reprobable. Ahora bien, ¿es el feto una persona?

Algunos filósofos piensan que no es posible llegar a un acuerdo razonable sobre qué hemos de considerar una persona. Según estos filósofos, el concepto de persona no es un concepto empíricamente determinable; el hecho de contener notas valorativas hace imposible llegar a un acuerdo sobre su extensión. Sin embargo, al abordar el problema de la moralidad del aborto, parece inevitable tocar la cuestión de si el feto es una persona, y ello por dos razones: 1) porque no es obvio que un concepto valorativo no pueda tener criterios objetivos, públicos, de aplicación correcta y ser, por tanto, un concepto compartido; 2) porque la idea de que el feto es una persona es recurrente en los argumentos de quienes consideran que el aborto es una especie de homicidio.

Las personas son un tipo especial de entidades que tienen derechos inalienables y que nos imponen exigencias morales específicas. Conviene distinguir, por lo menos, cuatro nociones diferentes de persona y preguntarnos con respecto a cada una de ellas si es el feto una persona.
Noción biológica de persona. El hecho de estar vivo y tener el ADN propio de la especie homo sapiens es suficiente para ser una persona, de modo que un óvulo humano fecundado sería, en este sentido, una persona. Una dificultad de esta concepción es que todas nuestras células vivas tienen el ADN humano; y, sin embargo, no aceptaríamos que cada una de ellas sea una persona. Quienes objetan al aborto añaden a su noción biológica de persona una nota más: además de ser un organismo vivo con el ADN humano, es el producto de la unión de dos gametos humanos y ha iniciado un proceso de desarrollo determinado por su material genético único.

Sin embargo, con esto no acaban las dificultades. En primer lugar, es evidente que tenemos intuiciones morales muy diferentes frente a un óvulo fecundado que las que tenemos frente a una persona humana hecha y derecha: al primero no lo vemos como algo que podamos lastimar (ya que carece de toda sensibilidad), ni como algo cuyos deseos, intereses personales o planes de vida podamos contrariar (pues no tiene ninguno), ni como algo con los que nos podamos relacionar afectivamente a la manera como lo hacemos con las personas hechas y derechas. Esto es, los óvulos fecundados son diferentes de las personas nacidas precisamente en aquellos aspectos que importan para la moralidad. En segundo lugar, la noción de persona pertinente para una discusión moral no parece tener nada que ver con la genética ni con la biología: podemos concebir personas que no tengan el código genético humano y, tal vez, dado que existe la creencia en un Dios personal, personas que carezcan de toda propiedad genética o biológica. Las personas efectivamente nos planteas exigencias morales, pero las características personales que dan lugar a tales exigencias son de una índole enteramente diferente de las meramente biológicas. De modo que si se dice que el cigoto es una persona por el hecho de tener un código genético humano y haber iniciado un proceso de desarrollo, y que por lo tanto nos impone la obligación moral de respetar su vida, o bien se está dando un salto argumentativo injustificado o bien se está pensado, no en las propiedades biológicas del cigoto, sino en sus “propiedades potenciales”, en las que podría llegar a tener.

Persona potencial. Si bien el óvulo fecundado no es una persona real, sí es una persona potencial y en tanto que tal nos impone la obligación de respetar su vida. Una persona potencial es algo que ha iniciado un proceso natural de desarrollo que culminará con la producción de una persona real. Un óvulo humano fecundado tiene el material genético necesario para convertirse, si nadie interfiere en su desarrollo, en una persona humana. En este contexto, cabe señalar que es un hecho que hay óvulos fecundados que sin que nadie “interfiera en su desarrollo” se abortan espontáneamente y no se convierten en nada. De modo que la potencialidad del óvulo fecundado hay que entenderla en sus dos aspectos: el positivo y el negativo: «todas potencia es a la vez una potencia para lo opuesto; pues [...] todo lo que tiene la potencia de ser puede no ser actualizado. Aquello, entonces, que es capaz de ser puede ser o no ser. [...] Y aquello que es capaz de no ser es posible que no sea» (Aristóteles,Metafísica, 9.8.1050b). Un óvulo fecundado puede tanto convertirse en una persona real como no convertirse en nada ulterior. Ahora bien, el óvulo fecundado o el feto inmaduro (esto es, la “persona potencial”) considerado como lo que es y no como lo que pudiera llegar a ser, carece de propiedades intrínsecas reales que nos compelan a verlo como persona y que por sí mismas nos planteen exigencias morales; sus llamadas “propiedades potenciales” adquieren un valor moral derivado cuando, en una etapa posterior, logran conectarse causalmente con otras propiedades, ya no meramente biológicas, de una persona real, es decir, cuando efectivamente dan lugar a propiedades moralmente significativas; pero en caso de no darse esa etapa posterior, no hay nada de donde la supuesta persona potencial pudiera adquirir valor moral. Si lo anterior es correcto, resulta que aun cuando concedamos que un óvulo fecundado puede ser conceptuado, en algún sentido, como una “persona potencial”, esto es, como el antecedente causal de una posible persona, esto no basta para justificar la creencia de que es intrínsecamente malo quitarle la vida. La personalidad potencial del óvulo fecundado o del feto no basta, pues, para fundamentar la prohibición moral de abortar. Tiene que apelarse a una noción más espesa de persona.

Noción metafísica de persona. Desde Aristóteles, se menciona como condiciones necesarias para ser un ser humano o una persona, en el sentido metafísico del término, diversas capacidades psicológicas y racionales que nos obligan a contestar negativamente la pregunta acerca de si el feto es una persona, pues el feto no piensa, ni tiene memoria, ni autoconciencia, ni planes de vida, ni intereses o deseos, ni la capacidad de actuar intencionalmente o de relacionarse afectivamente con otras personas. Strawson se pregunta qué es lo distintivo de nuestro concepto de persona, cuáles son los rasgos que hacen a las personas diferentes de cualquier otro tipo de particular. Su respuesta es: las personas son particulares básicos a los que podemos atribuir tanto propiedades corpóreas cuanto estados de conciencia. No reconoceríamos como una persona a algo puramente material que no tuviera o no fuera capaz de tener ninguna propiedad psicológica o que careciera de la habilidad para llevar a cabo cualquier acción intencional. Si algo tiene sólo propiedades materiales, no veremos a ese algo como una persona, no podremos comportarnos con ese objeto como nos comportamos con una persona, no tendremos con él el tipo de consideraciones que normalmente tenemos frente a las personas. Responder a la pregunta de si el feto es una persona presupone contestar a la cuestión de si se le puede atribuir con verdad algún predicado psicológico. La respuesta variará según qué consideremos fetos en distintas etapas de desarrollo: un óvulo fecundado no es una persona como tampoco lo es un feto de dos meses de gestación; pero un feto de seis meses que es capaz de sentir frío, hambre, dolor, incomodidad, es una persona en el sentido metafísico del término que a Strawson le interesa destacar.

Ahora bien, todas las personas metafísicas son a la vez personas morales, ya que las características psicológicas que nos permiten conceptuar a algo como una persona son precisamente tales que nos imponen exigencias morales específicas y hacen posible que nos relaciones afectiva y emocionalmente con ese algo: si algo es capaz de sentir frío o dolor (experiencias que valoramos negativamente), esa misma capacidad despierta naturalmente en nosotros respuestas afectivas específicas (compasión, deseo de dar protección) y nos impone la exigencia de tratarlo con consideración, de procurar no producir tales sensaciones. De la misma manera, si algo es capaz de tener deseos, de hacer planes para su futuro, de tener intereses, esa capacidad nos permite verlo como vulnerable y como moralmente digno de consideración. De forma que todas las personas metafísicas serían personas morales, esto es, individuos que percibimos como dignos de consideración o respeto y con los que, en alguna medida, podemos relacionarnos afectivamente.

Según lo dicho, el grado de desarrollo del feto resultará crucial para responder a la cuestión de si el aborto intencional es un acto inmoral o no. Dado que los embriones y los fetos inmaduros no tienen ninguna de las características distintivas de las personas metafísicas y morales, parecería que no son el tipo de entidades respecto de las cuales pudiéramos comportarnos moral o inmoralmente; de modo que el aborto, cuando se realiza dentro del primer trimestre del embarazo, no parece ser en sí mismo un acto al que le podamos aplicar un calificativo moral. Podrá convertirse en algo moralmente bueno o malo sólo en la medida en que el acto de abortar sea, a la vez, digamos, un acto de consideración o agresión hacia otras personas o, tal vez, hacia uno mismo.

2 El aborto y el principio de la santidad de la vida humana


Varios autores han abordado el tema de la moralidad del aborto desde la perspectiva del valor intrínseco de la vida humana. El respeto a aquel valor fundamental nos obliga en todos los casos a condenar moralmente el aborto, a abrazar la postura más conservadora. Por “vida humana” entienden la de cualquier organismo biológicamente humano, desde el óvulo fecundado hasta la persona adulta. Para ellos no hay ninguna diferencia moralmente significativa entre el valor de la vida en un extremo y otro del desarrollo de un ser humano. El inicio biológico de la vida humana suele presentarse, en las versiones religiosas de esta postura, como la obra suprema de la creación divina; en las versiones laicas, como el producto más refinado de la evolución animal; es en tanto que tal que tiene un valor intrínseco y que estamos moralmente obligados en todo momento a protegerla y respetarla.

Dworkin aporta un enfoque novedoso sobre este tema. Según él,todos los que participan en la discusión sobre la moralidad del aborto comparten la idea de que la vida humana es intrínsecamente valiosa, es decir, aceptan el principio de la santidad de la vida humana. Sin embargo, Dworkin considera que aceptar el valor intrínseco de la vida humana no conduce necesariamente a condenar el aborto en todos los casos.

Decir que atribuimos un valor intrínseco a una cosa es decir que nuestra valoración es independiente de nuestros deseos e intereses, independiente de las satisfacciones o los placeres que nos producen, de la utilidad que pudiéramos sacar de ellas. No las valoramos porque subjetivamente nos interesen ni porque nos resulten útiles o sean un instrumento adecuado para la satisfacción de nuestros deseos. Valoramos su mera existencia y consideramos moralmente lamentable su destrucción por ser cosas dignas de ser respetadas y honradas por sí mismas. Dworkin observa que todas las cosas que valoramos intrínsecamente tienen en común el ser productos de algún proceso creativo. Hay en todas ellas una inversión creativa cuya pérdida sería lamentable, una tragedia, ya que supondría la frustración del acto creativo que les dio lugar.

Si lo anterior es correcto, la existencia de la especie humana es algo intrínsecamente valioso; pero, no sólo la existencia de la especie, sino la existencia de cada vida humana individual, es también intrínsecamente valiosa: en cada una de ellas confluyen el resultado de un complicado proceso natural y el de otro proceso de creación personal similar, en algunos aspectos, al de la creación artística, dos procesos intrínsecamente valiosos. Podemos ver la vida humana de una persona adulta, por un lado, como una creación suprema de la evolución (o de Dios si se adopta una visión religiosa), que supone el “milagro de la vida” que nos intriga y nos maravilla; por otro lado, como el resultado de un esfuerzo creativo deliberado de forjar una personalidad, un carácter, una sensibilidad, como el producto de una fuerza creadora humana similar a la que valoramos cuando, por ejemplo, valoramos el arte o la diversidad cultural. La inviolabilidad de la vida humana tiene, pues, sus raíces en dos fuentes de lo sagrado o intrínsecamente valioso: la inversión creativa natural y la propiamente humana. La destrucción de una vida humana adulta supone no sólo la de una obra única natural (o divina), sino la frustración de la más alta forma de creación de la que somos capaces: la de una vida personal.

Los católicos más ortodoxos interpretan el principio de la santidad de la vida humana de tal manera que conceden un valor moral absoluto al componente biológico del principio de la santidad de la vida; otros, menos radicalmente conservadores, los que consideran moralmente justificado el aborto sólo en el caso en que el embarazo ponga en peligro la vida de la madre, piensan que, ante la ausencia de alternativas, resulta moralmente menos lamentable perder una vida en la que hay sólo el componente biológico, que otra en la que sea realizan los dos tipos de componentes propios de la vida humana. Para los moderados, el valor de la vida personal de la mujer sólo en ciertas circunstancias especiales puede prevalecer sobre el valor biológico de la vida de un feto inmaduro; así, consideran que el aborto de un feto inmaduro es moralmente aceptable en aquellos casos en los que el embarazo es producto de una violación o de un incesto, o cuando el feto presenta serias anormalidades genéticas, o cuando la mujer es demasiado joven para ejercer la maternidad. Los liberales ven un valor incomparablemente mayor en el componente humano de la vida de una mujer que en el componente meramente biológico de la vida de un feto ni viable o no suficientemente desarrollado. Por último, los archiliberales consideran que es moralmente aceptable el aborto en cualquier etapa de la gestación si la mujer embarazada juzga que esto es lo que mejor conviene a sus intereses o planes de vida; para ellos, el valor de la vida biológica del feto nunca está por encima del valor de la vida personal que una mujer haya elegido reflexivamente para sí misma.

La razón que el conservador suele esgrimir para defender su interpretación es una razón religiosa o, si se prefiere, una razón teológico-moral: la idea de que cada nueva vida humana es creada directamente por Dios “a su imagen y semejanza” y que, por lo tanto, es intrínsecamente malo destruirla, o la idea de que Dios nos impone, a través del Papa, la obligación moral de respetar la vida de los fetos. Algunos conservadores apelan a la obligación moral absoluta de respetar la obra más refinada de “la Naturaleza”.

El liberal argumenta que la moralidad es una institución que rige las relaciones entre personas, no las relaciones de las personas con otros entes carentes de sensibilidad y reflexión, de modo que el principio de la santidad de la vida humana tendrá un significado moral sólo en la medida en que entendamos por “vida humana” la vida de personas metafísicas y morales, es decir, de entidades a las que podemos atribuir propiedades psicológicas y que pueden plantearnos exigencias morales por el hecho de tener esa clase de propiedades. La vida biológica podrá tener un valor intrínseco, pero éste no será un valor moral. Algo que carece de toda propiedad psicológica no puede formar parte de la comunidad moral y no podemos comportarnos en nuestras relaciones con ese algo de una manera moral ni inmoral.

Lo que añade el enfoque dworkiniano a aquel que toma la noción de persona como la clave para evaluar moralmente el aborto, es una ampliación de nuestras valoraciones. La vida humana que tiene un valor intrínseco no sólo es la vida personal humana, sino también la vida biológica humana. Sin embargo, el aspecto personal de una vida humana tiene un valor moral intrínseco del cual carecen los organismos con propiedades meramente biológicas. Estos últimos podrán tener un valor intrínseco semejante al de una obra de arte o al de una formación geológica natural única y, por lo mismo, su destrucción puede parecernos trágica, lamentable; merecen, sostiene Dworkin, nuestro respeto, pero parecen carecer en sí mismos de propiedades reales en las que pudiera fincarse una obligación moral de las personas hacia ellos.

3 Aborto y conflicto de derechos


En la tradición católica se ha apelado con frecuencia a los derechos del feto desde el momento de la concepción para fundar una prohibición moral absoluta del aborto. Se trata de los derechos humanos, que son condición sine qua non para el bienestar de una persona, para que pueda gozar de los aspectos básicos del bienestar humano. Quienes tienen derechos son las personas, de modo que se asume de entrada que el feto es una persona, como la madre, con pleno derecho a la vida; luego se esgrime este derecho inalienable del feto para considerar el aborto como una especie de homicidio, como un atropello al derecho del feto a la vida y, por lo tanto, como algo absolutamente reprobable. Si el embarazo pone en peligro la vida de la madre y hay un conflicto entre el derecho a la vida de la madre y el del feto, la doctrina moral católica tradicional apela, entonces, a una distinción considerada moralmente significativa entre “matar directamente” y “dejar morir”, para concluir que es moralmente preferible dejar morir a la madre que matar al feto.

Contra este argumento, Judith Jarvis Thompson sostiene que, aun si se concede que el feto es una persona con derecho a vivir, de allí no se sigue que dicho derecho le dé derecho a disponer del cuerpo de la madre. Se suele pensar que tener derecho a la vida quiere decir tener derecho a recibir, al menos, lo mínimo para continuar viviendo; sin embargo, eso que una persona necesita para seguir viviendo, señala Thompson, puede ser algo a lo que no tiene derecho. Ilustra su tesis con un ejemplo: al despertar una mañana descubres que un violinista famoso que padece una seria enfermedad renal ha sido conectado a tus riñones y se te informa que un grupo de amantes de la música ha ordenado llevar a cabo esa conexión mientras dormías porque eres la única persona que tiene el tipo de sangre adecuada para que el violinista pueda sobrevivir; la pregunta es: ¿tienes derecho a desconectarte? Aun cuando el violinista tenga derecho a la vida, sigue Thompson, no tiene derecho a usar tus riñones, pues tu cuerpo es tu propiedad exclusiva y tienes un derecho inalienable a disponer de él; de modo que no estás moralmente obligado a permanecer conectado. Si accedes de buena gana a prestarle tus riñones para su sobrevivencia será un acto de generosidad, pero nunca el cumplimiento de un deber moral. Si la conexión con el violinista pone en peligro tu vida o tu salud, nadie se atreverá a sostener que haces mal en desconectarse. Volviendo a la cuestión del aborto, el hecho de que el feto tenga derecho a la vida no le da derecho por sí mismo, dice Thompson, a usar el cuerpo de la madre para su supervivencia y, si esto es así, sacarlo del útero materno no sería cometer una injusticia con el feto.

Problemas éticos medioambientales

En la década de los setenta se produjo un estallido de la conciencia ecológica. Por primera vez en 1972, en la Declaración de la Conferencia de Naciones Unidas celebrada en Estocolmo, aparece la idea de calidad del medio ambiente relacionada con los derechos fundamentales del hombre. Allí se dice: «Los hombres tienen el derecho fundamental a la libertad, la igualdad y las condiciones adecuadas de vida en un medio ambiente con una calidad tal que permita una vida con dignidad y bienestar». En el informe Nuestro futuro común, de 1987, se señala: «Todos los seres humanos tienen el derecho fundamental a un medio ambiente adecuado para su salud y su bienestar» y «lo estados deben conservar y usar el medio ambiente y los recursos naturales para beneficio de las generaciones presentes y futuras».

El Principio I de la Carta de la Tierra de 1992 afirma que «los seres humanos constituyen el centro de las preocupaciones relacionadas con el desarrollo sostenible. Tienen derecho a una vida saludable y productiva en armonía con la naturaleza». En las dos primeras declaraciones, el derecho a gozar de un medio ambiente con calidad está directamente asociado al bienestar de los individuos. En la Carta sobre la Tierra, en cambio, se introduce el concepto de desarrollo sostenible y el derecho está asociado a una vida saludable, siempre que esté en armonía con la naturaleza. El informe Nuestro Futuro Común introduce como idea novedosa el tema de las generaciones futuras y la conservación de recursos para beneficio de las mismas.

Este tipo de planteamientos tienen, sin embargo, problemas. En primer lugar, la ambigüedad semántica de conceptos como calidad de vida, bienestar y desarrollo sustentable y principalmente “derecho” desde un punto de vista moralmente relevante.

En la búsqueda de una ética ecológica, hay dos posturas que enfatizan aspectos diversos:

Ecología medioambientalista: defiende el medio ambiente por razón del beneficio que aporta al ser humano. Es decir, defender y proteger la naturaleza es defender y proteger al ser humano; salvar la naturaleza es salvar al hombre. No se confiere un valor intrínseco al entorno ni se reivindican derechos para la naturaleza en sí misma. Sólo se toma en serio el interés del hombre. Si la degradación del medio ambiente es objeto de preocupación, es porque pone en peligro la supervivencia de la especie humana y su calidad de vida.

Ecología profunda: considera que la naturaleza es en sí misma sujeto de derechos. Fundamenta su posición en que la biosfera es un todo orgánico, un cosmos (conjunto ordenado de cosas) superior a la humanidad, pues la totalidad es moralmente superior a los individuos. Es lo que se denomina “holismo”. Según esto, la ecología profunda es “antihumanista” en el sentido de que defiende el derecho intrínseco de todos los seres de la naturaleza, no de los seres humanos en exclusiva. Y dado que los problemas derivados de la devastación de la tierra se han vuelto globales, el mundo –que ha sido tratado como objeto– vuelve a ser sujeto y capaz de vengarse. Por eso es preciso un contrato natural que devuelva a la naturaleza sus derechos. En consecuencia, la obligatoriedad de respetar el medio ambiente no necesita justificaciones humanas, sino que se impone por sí sola. El medio ambiente “tiene derecho” a ser preservado, conservado y cuidado por sí mismo, no porque su deterioro tenga consecuencias nefastas para el hombre.

Ecofeminismo: es una defensa de la naturaleza con elementos de reivindicación feminista. Puesto que ambos movimientos se desarrollaron en los años setenta, forman parte de un mismo conjunto de reclamaciones de derechos. Esa semejanza en el rechazo a algunas de las afirmaciones de la civilización occidental es la que destacan sus defensores. Según los ecofeministas: Existen vínculos importantes entre la opresión de las mujeres y la naturaleza. Comprender estos vínculos es imprescindible para entender correctamente la opresión de las mujeres y de la naturaleza. La teoría y la práctica feministas han de incluir una óptica ecologista.
Las soluciones aportadas a los problemas ecológicos han de incluir una óptica feminista.

De los problemas éticos del medio ambiente el más novedoso es, quizá, el de los derechos de las generaciones futuras. El tema de los derechos de las generaciones futuras a gozar de un medio ambiente con calidad, al menos con sus indicadores naturales más importantes, se enfrenta con dos tipos de cuestiones: 1) a qué clase de entidades es posible atribuir derechos morales; 2) qué tipo de restricciones normativas impondrían tales derechos. En relación con el primer punto, las generaciones futuras, los fetos, los comatosos irreversibles cuya función cerebral ha finalizado, presentan problemas comunes en tanto la existencia ontológicamente precaria de su personalidad moral, y la imposibilidad de determinar con certeza sus intereses, que por lo general se consideran fuentes de demandas o de reclamaciones legítimas. El problema reside, según Feinberg, en que ni los fetos, ni las generaciones futuras, ni los vegetales humanos tienen intereses actuales que puedan constituir un sustento teórico para fundar sus reclamaciones en términos de derechos. Pero esto no implica que ninguno de ellos califique como miembros de nuestra comunidad moral, pues podemos tener obligaciones morales en relación con todos ellos, aunque no las tengamos por ellos mismos sino por múltiples razones, entre ellas porque no hacerlo sería contra-intuitivo.

Según Annette Baier una moral digna de respeto debe ser un esquema cooperativo transgeneracional de derechos y obligaciones, y argumenta a favor del reconocimiento de algunos intereses pre-existentes a las personas, los que denomina “intereses humanos comunes”, tales como la posibilidad de disponer de un suelo no envenenado, intereses que no dependen de la conciliación de deseos o gustos de los individuos reales. Según Baier, no es necesario conocer a las personas para estar informado de la totalidad de sus intereses, pues algunos de ellos pueden ser predicados en común de todo ser humano. Nuestras intuiciones compartidas nos obligan a adoptar políticas de control de población, teniendo en cuanta el arduo problema de compatibilizar los derechos de reproducción de las personas actuales, y a contraer obligaciones de justicia entre generaciones que prescriben proteger los sistemas de apoyo de la vida de la tierra y no comprometer la capacidad de las generaciones futuras a concretas los intereses humanos comunes.

En la teoría de la justicia de Rawls, los miembros de las generaciones futuras están representados en la posición original, dado que ninguna de las personas representativas que celebran el contrato sabe a qué generación pertenece. Rawls ha dicho que es «obvio que cada generación se beneficia cuando se mantiene una cantidad de ahorro razonable que capacita a los que vienen después a gozar de una vida saludable en una sociedad justa». Ronald Greer ha elaborado un principio general guía para el pensamiento moral entre generaciones. El principio dice: «Estamos obligados a hacer esfuerzos a fin de asegurar a nuestros descendientes los medios para una calidad de vida mejor que la nuestra, o como mínimo, asegurar que ellos no quedarán en peores circunstancias a causa de nuestras acciones».

Una dificultad de este principio es que los comparativos “mejor que” o “peor que” se aplican tanto a aspectos cuantificables como los niveles de contaminación o de generación de residuos tóxicos, como también a aspectos evaluativos no cuantificables, por ejemplo, el nivel de auto-estima o de realización de los individuos. La propuesta de Green es evaluar caso por caso teniendo a la mano una regla heurística que deberá usar todo aquel que quiera juzgar de modo imparcial, y preguntarse: si yo tuviera que vivir en alguna generación futura y fuera un individuo representativo de dicha generación, ¿tendría razones para considerar mi condición como un enriquecimiento en relación con la de aquellos que me precedieron? La regla tendría al menos consecuencias prácticas para la toma de decisiones sobre qué cantidad de recursos naturales no renovables es necesario conservar y proteger para las generaciones futuras. Si las consecuencias del calentamiento global, la polución, las pérdidas de espacios habitables o el crecimiento de la pobreza fueran sujetas a este test hipotético, claramente podríamos concluir que son injustas todas aquellas acciones que contribuyen a agravar el problema, más aún las prácticas que alientan el aumento del nivel de consumo masivo con la excusa de aumentar el capital y disminuir la pobreza o la injusticia social.

La tesis de Herman Daly es partir de las instituciones básicas existentes de la propiedad privada y el sistema de precios, pero al mismo tiempo exigir que ellas se extiendan a nuevos ámbitos tradicionalmente no contemplados, tales como el control de la producción en vistas de las limitaciones de recursos naturales –control que podría realizarse mediante un sistema de cuotas– y la corrección de la desigualdad que impone el sistema de mercado mediante límites máximos y mínimos a la riqueza y los ingresos. Según Daly, el principio benthamiano «el mayor bien para el mayor número» se ha transformado en «el mayor producto per capita para el mayor número». La propuesta normativa de Daly prescribe: «Las necesidades básicas de los individuos presentes cobran prioridad sobre las necesidades de los individuos futuros, pero la existencia de más individuos futuros cobra prioridad sobre las necesidades triviales de los individuos presentes» .

Biotecnología

Con el descubrimiento del ADN por Watson y Crick, se abrió una nueva era en la historia de la humanidad comparable, para algunos, a la revolución copernicana del renacimiento. El descubrimiento del ADN y de cómo modificarlo dio lugar a la biotecnología; la biotecnología sería la disciplina que se encarga de mejorar –y a veces crear– mediante la manipulación de los genes las especies existentes.

En este sentido, la biotecnología puede contribuir a incrementar la producción de alimentos básicos, con lo que haría posible la reducción de hambre en el mundo; también puede aplicarse a la obtención de fármacos, lo que haría posible la curación de enfermedades hasta ahora incurables; a la descontaminación o biodegradación, lo que haría posible eliminar gran cantidad de residuos contaminantes que ahora hay en el planeta; ha hecho posible la fecundación in vitro, lo que ha permitido que muchas parejas, que por el método tradicional no podían tener descendencia, la tengan; ha permitido la creación de plantas y animales más resistentes a ciertas enfermedades y, últimamente, mediante la clonación, ha permitido crear múltiples copias idénticas de un ser vivo.

Sin embargo, la interferencia en los procesos de reproducción, la obtención de animales transgénicos y la posibilidad de traspasar las barreras evolutivas entre especies diferentes despiertan en muchos colectivos sentimientos de incertidumbre, temor e inseguridad ante el futuro. La biotecnología está alterando los conceptos tradicionales de “naturaleza” y “vida” y no está claro lo que podemos esperar de seres humanos convertidos en “dueños de la evolución”. Desentrañar a escala molecular los procesos de la vida es visto por algunos como una “desacralización”, antesala de manipulaciones aberrantes apenas imaginadas por la ciencia-ficción. Colectivos con sensibilidades muy diferentes coinciden en rechazar la ingeniería genética de humanos, plantas y animales por considerarla una “instrumentalización” inaceptable de la naturaleza, al servicio sólo de intereses económicos.

Investigadores y profesionales vinculados a la biotecnología tienden a valorar sus ventajas en cuanto supone la adquisición de una nueva tecnología, muy versátil y potente, importante en sí misma como clave para nuevos desarrollos en biomedicina, agroindustria y alimentación. A los eventuales destinatarios de sus aplicaciones y productos les preocupa no tanto el “salto tecnológico” sino los posibles riesgos para la salud y el medio ambiente, que de ser importantes oscurecerían las ventajas prometidas por los expertos.

Las promesas de la biotecnología agrícola residen en aumentar la productividad y reducir costes, generar innovaciones y mejoras en los alimentos y conducir a prácticas agrícolas más “ecológicas”; contribuir, en suma, a la agricultura sostenible, que utiliza los recursos con respecto al medio ambiente y sin hipotecar a las generaciones futuras. Pero, además, la manipulación genética de plantas tendrá un impacto en otros sectores productivos: floricultura y jardinería, industria química e industria farmacéutica.

La disputa científica sobre la evaluación de riesgos ambientales de los organismos genéticamente modificados se centra sobre todo alrededor de los efectos de la actual plantación masiva de plantas transgénicas. Según sus críticos, los peligros a evaluar se podrían centrar en los siguientes:

Posibilidad de que las plantas genéticamente modificadas, por efecto del nuevo material genético introducido, puedan modificar sus hábitos ecológicos, dispersándose e invadiendo ecosistemas, al modo de malas hierbas.

Posibilidad de transferencia horizontal del gen introducido, desde la planta genéticamente modificada a individuos de especies silvestres emparentadas que vivan en las cercanías del campo de cultivo, lo que podría conllevar la creación de híbridos que a su vez podrían adquirir efectos indeseados (invasividad, resistencia a plagas, incidencia negativa sobre otros organismos del ecosistema, etc). La ocurrencia de este tipo de fenómenos sería especialmente preocupante de producirse en los centros de biodiversidad de los países tropicales, porque podría amenazar la integridad de los ricos recursos genéticos que se alberga en ellos.

Teniendo en cuenta que ciertas manipulaciones recientes de plantas para hacerlas resistentes a enfermedades ocasionadas por virus implican la introducción de algún gen del virus en cuestión o de otros relacionados, cabrá la posibilidad de recombinaciones genéticas productoras de nuevas versiones de virus patógenos para las plantas.

Otro tema de controversia sobre las plantas transgénicas prolonga el debate sobre los efectos de la pérdida de diversidad genética de las especies domesticadas. La Revolución Verde trajo consigo la imposición de un número limitado de variedades de alto rendimiento, seleccionadas para ser efectivas en el contexto de una agricultura mecanizada y altamente dependiente de productos químicos. En este proceso de selección se han perdido muchas variedades génicas que podrían ser útiles ante un cambio en determinadas condiciones ambientales o ante una nueva plaga. Mientras que los defensores de la Ingeniería Genética plantean que con esta técnica se está añadiendo genes nuevos, los genéticos de poblaciones responden que insertar uno o dos genes a las especies de cultivo no supone una ganancia sustancial; pero, además, critican el aspecto cualitativo de este enfoque: los transgenes no han pasado la dura prueba de la evolución en la especie receptora, y por lo tanto, siguen siendo una entidad extraña en el genoma hospedador, no sometidos a los delicados equilibrios e interacciones con el resto de genes de la planta donde deben funcionar. Por otro lado, dadas las tendencias de la Agricultura actual a sustituir las variedades tradicionales por las modernas, ¿qué efectos en la diversidad genética tendrá el hecho de que se empiecen a introducir a gran escala una serie de nuevas cosechas biotecnológicas cada vez más uniformes? ¿Compensan los rendimientos mayores esperables a corto plazo frente a una mayor vulnerabilidad de estas plantas a largo plazo debido a una menor diversidad genética? Muchos genéticos de poblaciones se preguntan si los esfuerzos por preservar ciertas porciones de biodiversidad son la única manera racional de salvar recursos genéticos que pueden ser imprescindibles para afrontar los retos de la alimentación del futuro. Por lo tanto, si estas tendencias actuales no se corrigen, lo que cabría esperar es que los intereses comerciales y la mera búsqueda de mejoras en los rendimientos económicos conlleven el que la biotecnología vegetal colabore en la erosión genética de las plantas de cultivo y de sus parientes silvestres, a cosa de prácticas agrícolas tradicionales que usan numerosas variedades locales adaptadas a condiciones específicas.

Para algunos autores, el fenómeno de la biotecnología obliga también a un replanteamiento de los derechos humanos. En efecto, el hecho de afectar a la raíz de la vida humana la nueva genética, sea a través de las técnicas de reproducción asistida o de las de ingeniería genética en un sentido amplio, provoca una convulsión en los derechos humanos, que obliga a reformular algunos de los tradicionales e incluso a la creación de nuevas categorías de los mismos.

Karel Vasak vertebra los derechos del hombre en tres categorías: derechos civiles y políticos; derecho económicos, sociales y culturales; y derechos de solidaridad. En el mismo sentido, Pérez Luño habla de los derechos humanos como “categorías históricas”, o sea derechos de la primera generación –que están constituidos por los derechos civiles y políticos–; de la segunda generación –los derechos económicos, sociales y culturales–; y los de la tercera generación – –los derechos de solidaridad–, considerando como los “valores guía” de cada generación la libertad, la igualdad y la solidaridad, respectivamente. Los derechos de primera generación confieren al hombre el poder de elegir, los de segunda generación, el poder de exigir, y los de tercera generación se convierten en “derechos-obligaciones”. Dentro de estos últimos, además del derecho a la paz, o al desarrollo, o al medio ambiente, estaría el derecho al patrimonio genético humano sin manipular, es decir, el derecho a la herencia genética. Dicho derecho –desde otra perspectiva– puede considerarse también como una “categoría ética”, por estar vinculado a la dignidad humana y al derecho a la vida en su doble dimensión física y moral.

El derecho debe responder a las cuestiones que plantea la ingeniería genética fundamentalmente desde un doble plano: el de los principios y el de las leyes. Desde el plano de los principios ha de tener presente básicamente los siguientes:

La dignidad humana como un “a priori”, como una categoría moral. Se trata de una dignidad ontológica, que se posee en función de la condición humana, y que no depende por ello ni de su conducta ni de su otorgamiento o no por el Estado, Constitución, Ley, etc. Dignidad que, al ser común a todos los seres humanos, les hace iguales y acreedores a “igual consideración y respeto”, pues todo ser humano, simplemente porque lo es, tiene derecho a algo: respeto y consideración. Por ello, no hay principio más axial ni valor más fundamental que sirva para legitimar la investigación sobre el genoma humano, ahora y en su momento sobre las posibles aplicaciones, que el de la dignidad humana. Dignidad que ha de estar siempre presente a la hora de enjuiciar lo jurídico y sin la cual le faltaría el referente ético esencial, que aúna del respeto que todo ser humano merece por su mera y simple condición y se manifiesta en el respeto de sus derechos humanos. No debemos olvidar que el hombre es un fin y el derecho un medio a su servicio.

Igual respeto de todos los seres humanos precisamente por la dignidad de que están revestidos, no por sus características genéticas u otro tipo de consideraciones.

Solidaridad entre todos los miembros de la generación actual y de ésta con las generaciones futuras.

En el plano de las leyes, al legislador se le plantean los siguientes problemas:

Dificultad de una respuesta adecuada ante la velocidad de los descubrimientos y aparición de nuevas técnicas.

Dificultad al no conocer las consecuencias en ciertos casos.

La realidad a ordenar no es la de un país, sino la de la comunidad internacional.

Armonizar respeto y libertad de investigación, los avances científicos, la dignidad y el respeto a los derechos humanos.

Garantizar los derechos de las generaciones futuras

Qué es la Bioética

El termino Bioética, de origen griego, acuñado recientemente, alude a dos magnitudes de notable significación bios = vida y ethos = ética. su significado etimológico sería entonces ética de la vida. La Bioética se ocupa de la vida en cuanto tal y se pregunta: Cómo debemos tratarla?

Van Rensselaer POTTER, bioquímico norteamericano, fue el primero en usar este vocablo (1971) como título de un libro: Bioethics, Bridge to the Future (la Bioética, puente hacia el futuro). En dicho libro Potter propone la iniciativa de crear una disciplina que integre (con un "puente") el saber ético con el saber científico, que venían separados. para salvar a ambos pero sobre todo, para mejorar la calidad de vida y buscar, de manera urgente y eficaz, la supervivencia del hombre y de su medio ambiente. Tres grandes factores dieron origen a la b¡oética, a saber, los avances científicos y técnicos; los cambios producidos en el concepto de la salud y en la práctica médica y tercero, la secularización de la vida moral.

La bioética no puede ser identificada con la ética médica ni reducida a la bioética médica. Su horizonte de comprensión es mucho más amplio ya desde sus comienzos, pero sobre todo, a medida que corren los años. Se puede hablar de la bioét¡ca ecológica, médica, jurídica, etc. Prácticamente cualquier problema humano, antiguo o actual, en especial si es creado por la tecnociencia moderna, cuya solución se busque con el método propio de este nuevo saber se puede llamar bioética, por ejemplo: clonación, violencia, sida, eutanasia y otros.

Como acabamos de decir, lo característico de la bioética no son propiamente los temas, ni problemas, sino el método de abordarlos, a saber, el método interdisciplinario no confesional, ya que el instrumento de estudio y tratamiento de ellos no es la revelación ni la fe, sino los valores éticos y los derechos humanos en la medida de lo posible, de validez universal, por ejemplo, la dignidad de la persona humana, el respeto, la veracidad, etc. Además el método de la bioética debe ser prospectivo, sistemático y global.

Dado que su método es interdisciplinario, no confesional, la bioética (valores y derechos) se está convirtiendo en un "idioma" internacional muy apto para buscar soluciones éticas a los problemas que le crea al hombre la vida moderna, muy centrada en lo técnico, científico y material.

La bioética puede ser entendida como disciplina y, como tal, se enseña y estudia en instituciones de enseñanza media y superior, como criterio u horizonte ético que busca humanizar la vida moderna o como movimiento universal que invita y fuerza, por medio de la convicción, a todos los seres humanos a defender la vida y su medio ambiente.

La bioética se viene fortaleciendo y difundiendo a través de centros e institutos de bioética, bibliotecas, revistas, foros y congresos.

Bien entendida, la bioética como una nueva responsabilidad por la vida, nadie puede eximirse de estudiarla, practicarla y darla a conocer.

Para la recuperación del orden público y de la paz nacional en Colombia, la bioética se presenta como un instrumento de respeto y tolerancia y como una ética civil necesaria para la convivencia pacifica de los colombianos.
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