La palabra “aborto” proviene del latín abortus, participio pasado del verbo aboriri, formado pro el prefijo privativo aby el verbo oriri, que significa surgir o nacer; de modo que, etimológicamente, “aborto” significa no surgido o no nacido. Aquí entenderemos por aborto el suceso consistente en la interrupción de un embarazo humano no llegado a término, con la consiguiente muerte del embrión o feto. El aborto puede ser algo que sucede de manera espontánea o inducida; a nosotros nos interesa este último tipo de aborto.
En filosofía moral la pregunta central en el debate sobre el aborto tiene que ser: ¿es moralmente aceptable el aborto intencional? La respuesta a esta pregunta suele depender de la respuesta que se dé a otras interrogantes filosóficas más generales: i) ¿es el feto una persona?; ii) ¿tiene el feto valor moral intrínseco que nos imponga la exigencia de proteger su vida?; iii) ¿tiene derechos el feto que estén por encima del derecho de la mujer a la vida y de su derecho a decidir sobre su cuerpo y sobre su vida personal?
En filosofía moral la pregunta central en el debate sobre el aborto tiene que ser: ¿es moralmente aceptable el aborto intencional? La respuesta a esta pregunta suele depender de la respuesta que se dé a otras interrogantes filosóficas más generales: i) ¿es el feto una persona?; ii) ¿tiene el feto valor moral intrínseco que nos imponga la exigencia de proteger su vida?; iii) ¿tiene derechos el feto que estén por encima del derecho de la mujer a la vida y de su derecho a decidir sobre su cuerpo y sobre su vida personal?
1 El concepto de persona y el problema moral del aborto
Algunos filósofos piensan que no es posible llegar a un acuerdo razonable sobre qué hemos de considerar una persona. Según estos filósofos, el concepto de persona no es un concepto empíricamente determinable; el hecho de contener notas valorativas hace imposible llegar a un acuerdo sobre su extensión. Sin embargo, al abordar el problema de la moralidad del aborto, parece inevitable tocar la cuestión de si el feto es una persona, y ello por dos razones: 1) porque no es obvio que un concepto valorativo no pueda tener criterios objetivos, públicos, de aplicación correcta y ser, por tanto, un concepto compartido; 2) porque la idea de que el feto es una persona es recurrente en los argumentos de quienes consideran que el aborto es una especie de homicidio.
Las personas son un tipo especial de entidades que tienen derechos inalienables y que nos imponen exigencias morales específicas. Conviene distinguir, por lo menos, cuatro nociones diferentes de persona y preguntarnos con respecto a cada una de ellas si es el feto una persona.
Noción biológica de persona. El hecho de estar vivo y tener el ADN propio de la especie homo sapiens es suficiente para ser una persona, de modo que un óvulo humano fecundado sería, en este sentido, una persona. Una dificultad de esta concepción es que todas nuestras células vivas tienen el ADN humano; y, sin embargo, no aceptaríamos que cada una de ellas sea una persona. Quienes objetan al aborto añaden a su noción biológica de persona una nota más: además de ser un organismo vivo con el ADN humano, es el producto de la unión de dos gametos humanos y ha iniciado un proceso de desarrollo determinado por su material genético único.
Sin embargo, con esto no acaban las dificultades. En primer lugar, es evidente que tenemos intuiciones morales muy diferentes frente a un óvulo fecundado que las que tenemos frente a una persona humana hecha y derecha: al primero no lo vemos como algo que podamos lastimar (ya que carece de toda sensibilidad), ni como algo cuyos deseos, intereses personales o planes de vida podamos contrariar (pues no tiene ninguno), ni como algo con los que nos podamos relacionar afectivamente a la manera como lo hacemos con las personas hechas y derechas. Esto es, los óvulos fecundados son diferentes de las personas nacidas precisamente en aquellos aspectos que importan para la moralidad. En segundo lugar, la noción de persona pertinente para una discusión moral no parece tener nada que ver con la genética ni con la biología: podemos concebir personas que no tengan el código genético humano y, tal vez, dado que existe la creencia en un Dios personal, personas que carezcan de toda propiedad genética o biológica. Las personas efectivamente nos planteas exigencias morales, pero las características personales que dan lugar a tales exigencias son de una índole enteramente diferente de las meramente biológicas. De modo que si se dice que el cigoto es una persona por el hecho de tener un código genético humano y haber iniciado un proceso de desarrollo, y que por lo tanto nos impone la obligación moral de respetar su vida, o bien se está dando un salto argumentativo injustificado o bien se está pensado, no en las propiedades biológicas del cigoto, sino en sus “propiedades potenciales”, en las que podría llegar a tener.
Persona potencial. Si bien el óvulo fecundado no es una persona real, sí es una persona potencial y en tanto que tal nos impone la obligación de respetar su vida. Una persona potencial es algo que ha iniciado un proceso natural de desarrollo que culminará con la producción de una persona real. Un óvulo humano fecundado tiene el material genético necesario para convertirse, si nadie interfiere en su desarrollo, en una persona humana. En este contexto, cabe señalar que es un hecho que hay óvulos fecundados que sin que nadie “interfiera en su desarrollo” se abortan espontáneamente y no se convierten en nada. De modo que la potencialidad del óvulo fecundado hay que entenderla en sus dos aspectos: el positivo y el negativo: «todas potencia es a la vez una potencia para lo opuesto; pues [...] todo lo que tiene la potencia de ser puede no ser actualizado. Aquello, entonces, que es capaz de ser puede ser o no ser. [...] Y aquello que es capaz de no ser es posible que no sea» (Aristóteles,Metafísica, 9.8.1050b). Un óvulo fecundado puede tanto convertirse en una persona real como no convertirse en nada ulterior. Ahora bien, el óvulo fecundado o el feto inmaduro (esto es, la “persona potencial”) considerado como lo que es y no como lo que pudiera llegar a ser, carece de propiedades intrínsecas reales que nos compelan a verlo como persona y que por sí mismas nos planteen exigencias morales; sus llamadas “propiedades potenciales” adquieren un valor moral derivado cuando, en una etapa posterior, logran conectarse causalmente con otras propiedades, ya no meramente biológicas, de una persona real, es decir, cuando efectivamente dan lugar a propiedades moralmente significativas; pero en caso de no darse esa etapa posterior, no hay nada de donde la supuesta persona potencial pudiera adquirir valor moral. Si lo anterior es correcto, resulta que aun cuando concedamos que un óvulo fecundado puede ser conceptuado, en algún sentido, como una “persona potencial”, esto es, como el antecedente causal de una posible persona, esto no basta para justificar la creencia de que es intrínsecamente malo quitarle la vida. La personalidad potencial del óvulo fecundado o del feto no basta, pues, para fundamentar la prohibición moral de abortar. Tiene que apelarse a una noción más espesa de persona.
Noción metafísica de persona. Desde Aristóteles, se menciona como condiciones necesarias para ser un ser humano o una persona, en el sentido metafísico del término, diversas capacidades psicológicas y racionales que nos obligan a contestar negativamente la pregunta acerca de si el feto es una persona, pues el feto no piensa, ni tiene memoria, ni autoconciencia, ni planes de vida, ni intereses o deseos, ni la capacidad de actuar intencionalmente o de relacionarse afectivamente con otras personas. Strawson se pregunta qué es lo distintivo de nuestro concepto de persona, cuáles son los rasgos que hacen a las personas diferentes de cualquier otro tipo de particular. Su respuesta es: las personas son particulares básicos a los que podemos atribuir tanto propiedades corpóreas cuanto estados de conciencia. No reconoceríamos como una persona a algo puramente material que no tuviera o no fuera capaz de tener ninguna propiedad psicológica o que careciera de la habilidad para llevar a cabo cualquier acción intencional. Si algo tiene sólo propiedades materiales, no veremos a ese algo como una persona, no podremos comportarnos con ese objeto como nos comportamos con una persona, no tendremos con él el tipo de consideraciones que normalmente tenemos frente a las personas. Responder a la pregunta de si el feto es una persona presupone contestar a la cuestión de si se le puede atribuir con verdad algún predicado psicológico. La respuesta variará según qué consideremos fetos en distintas etapas de desarrollo: un óvulo fecundado no es una persona como tampoco lo es un feto de dos meses de gestación; pero un feto de seis meses que es capaz de sentir frío, hambre, dolor, incomodidad, es una persona en el sentido metafísico del término que a Strawson le interesa destacar.
Ahora bien, todas las personas metafísicas son a la vez personas morales, ya que las características psicológicas que nos permiten conceptuar a algo como una persona son precisamente tales que nos imponen exigencias morales específicas y hacen posible que nos relaciones afectiva y emocionalmente con ese algo: si algo es capaz de sentir frío o dolor (experiencias que valoramos negativamente), esa misma capacidad despierta naturalmente en nosotros respuestas afectivas específicas (compasión, deseo de dar protección) y nos impone la exigencia de tratarlo con consideración, de procurar no producir tales sensaciones. De la misma manera, si algo es capaz de tener deseos, de hacer planes para su futuro, de tener intereses, esa capacidad nos permite verlo como vulnerable y como moralmente digno de consideración. De forma que todas las personas metafísicas serían personas morales, esto es, individuos que percibimos como dignos de consideración o respeto y con los que, en alguna medida, podemos relacionarnos afectivamente.
Según lo dicho, el grado de desarrollo del feto resultará crucial para responder a la cuestión de si el aborto intencional es un acto inmoral o no. Dado que los embriones y los fetos inmaduros no tienen ninguna de las características distintivas de las personas metafísicas y morales, parecería que no son el tipo de entidades respecto de las cuales pudiéramos comportarnos moral o inmoralmente; de modo que el aborto, cuando se realiza dentro del primer trimestre del embarazo, no parece ser en sí mismo un acto al que le podamos aplicar un calificativo moral. Podrá convertirse en algo moralmente bueno o malo sólo en la medida en que el acto de abortar sea, a la vez, digamos, un acto de consideración o agresión hacia otras personas o, tal vez, hacia uno mismo.
2 El aborto y el principio de la santidad de la vida humana
Dworkin aporta un enfoque novedoso sobre este tema. Según él,todos los que participan en la discusión sobre la moralidad del aborto comparten la idea de que la vida humana es intrínsecamente valiosa, es decir, aceptan el principio de la santidad de la vida humana. Sin embargo, Dworkin considera que aceptar el valor intrínseco de la vida humana no conduce necesariamente a condenar el aborto en todos los casos.
Decir que atribuimos un valor intrínseco a una cosa es decir que nuestra valoración es independiente de nuestros deseos e intereses, independiente de las satisfacciones o los placeres que nos producen, de la utilidad que pudiéramos sacar de ellas. No las valoramos porque subjetivamente nos interesen ni porque nos resulten útiles o sean un instrumento adecuado para la satisfacción de nuestros deseos. Valoramos su mera existencia y consideramos moralmente lamentable su destrucción por ser cosas dignas de ser respetadas y honradas por sí mismas. Dworkin observa que todas las cosas que valoramos intrínsecamente tienen en común el ser productos de algún proceso creativo. Hay en todas ellas una inversión creativa cuya pérdida sería lamentable, una tragedia, ya que supondría la frustración del acto creativo que les dio lugar.
Si lo anterior es correcto, la existencia de la especie humana es algo intrínsecamente valioso; pero, no sólo la existencia de la especie, sino la existencia de cada vida humana individual, es también intrínsecamente valiosa: en cada una de ellas confluyen el resultado de un complicado proceso natural y el de otro proceso de creación personal similar, en algunos aspectos, al de la creación artística, dos procesos intrínsecamente valiosos. Podemos ver la vida humana de una persona adulta, por un lado, como una creación suprema de la evolución (o de Dios si se adopta una visión religiosa), que supone el “milagro de la vida” que nos intriga y nos maravilla; por otro lado, como el resultado de un esfuerzo creativo deliberado de forjar una personalidad, un carácter, una sensibilidad, como el producto de una fuerza creadora humana similar a la que valoramos cuando, por ejemplo, valoramos el arte o la diversidad cultural. La inviolabilidad de la vida humana tiene, pues, sus raíces en dos fuentes de lo sagrado o intrínsecamente valioso: la inversión creativa natural y la propiamente humana. La destrucción de una vida humana adulta supone no sólo la de una obra única natural (o divina), sino la frustración de la más alta forma de creación de la que somos capaces: la de una vida personal.
Los católicos más ortodoxos interpretan el principio de la santidad de la vida humana de tal manera que conceden un valor moral absoluto al componente biológico del principio de la santidad de la vida; otros, menos radicalmente conservadores, los que consideran moralmente justificado el aborto sólo en el caso en que el embarazo ponga en peligro la vida de la madre, piensan que, ante la ausencia de alternativas, resulta moralmente menos lamentable perder una vida en la que hay sólo el componente biológico, que otra en la que sea realizan los dos tipos de componentes propios de la vida humana. Para los moderados, el valor de la vida personal de la mujer sólo en ciertas circunstancias especiales puede prevalecer sobre el valor biológico de la vida de un feto inmaduro; así, consideran que el aborto de un feto inmaduro es moralmente aceptable en aquellos casos en los que el embarazo es producto de una violación o de un incesto, o cuando el feto presenta serias anormalidades genéticas, o cuando la mujer es demasiado joven para ejercer la maternidad. Los liberales ven un valor incomparablemente mayor en el componente humano de la vida de una mujer que en el componente meramente biológico de la vida de un feto ni viable o no suficientemente desarrollado. Por último, los archiliberales consideran que es moralmente aceptable el aborto en cualquier etapa de la gestación si la mujer embarazada juzga que esto es lo que mejor conviene a sus intereses o planes de vida; para ellos, el valor de la vida biológica del feto nunca está por encima del valor de la vida personal que una mujer haya elegido reflexivamente para sí misma.
La razón que el conservador suele esgrimir para defender su interpretación es una razón religiosa o, si se prefiere, una razón teológico-moral: la idea de que cada nueva vida humana es creada directamente por Dios “a su imagen y semejanza” y que, por lo tanto, es intrínsecamente malo destruirla, o la idea de que Dios nos impone, a través del Papa, la obligación moral de respetar la vida de los fetos. Algunos conservadores apelan a la obligación moral absoluta de respetar la obra más refinada de “la Naturaleza”.
El liberal argumenta que la moralidad es una institución que rige las relaciones entre personas, no las relaciones de las personas con otros entes carentes de sensibilidad y reflexión, de modo que el principio de la santidad de la vida humana tendrá un significado moral sólo en la medida en que entendamos por “vida humana” la vida de personas metafísicas y morales, es decir, de entidades a las que podemos atribuir propiedades psicológicas y que pueden plantearnos exigencias morales por el hecho de tener esa clase de propiedades. La vida biológica podrá tener un valor intrínseco, pero éste no será un valor moral. Algo que carece de toda propiedad psicológica no puede formar parte de la comunidad moral y no podemos comportarnos en nuestras relaciones con ese algo de una manera moral ni inmoral.
Lo que añade el enfoque dworkiniano a aquel que toma la noción de persona como la clave para evaluar moralmente el aborto, es una ampliación de nuestras valoraciones. La vida humana que tiene un valor intrínseco no sólo es la vida personal humana, sino también la vida biológica humana. Sin embargo, el aspecto personal de una vida humana tiene un valor moral intrínseco del cual carecen los organismos con propiedades meramente biológicas. Estos últimos podrán tener un valor intrínseco semejante al de una obra de arte o al de una formación geológica natural única y, por lo mismo, su destrucción puede parecernos trágica, lamentable; merecen, sostiene Dworkin, nuestro respeto, pero parecen carecer en sí mismos de propiedades reales en las que pudiera fincarse una obligación moral de las personas hacia ellos.
3 Aborto y conflicto de derechos
En la tradición católica se ha apelado con frecuencia a los derechos del feto desde el momento de la concepción para fundar una prohibición moral absoluta del aborto. Se trata de los derechos humanos, que son condición sine qua non para el bienestar de una persona, para que pueda gozar de los aspectos básicos del bienestar humano. Quienes tienen derechos son las personas, de modo que se asume de entrada que el feto es una persona, como la madre, con pleno derecho a la vida; luego se esgrime este derecho inalienable del feto para considerar el aborto como una especie de homicidio, como un atropello al derecho del feto a la vida y, por lo tanto, como algo absolutamente reprobable. Si el embarazo pone en peligro la vida de la madre y hay un conflicto entre el derecho a la vida de la madre y el del feto, la doctrina moral católica tradicional apela, entonces, a una distinción considerada moralmente significativa entre “matar directamente” y “dejar morir”, para concluir que es moralmente preferible dejar morir a la madre que matar al feto.
Contra este argumento, Judith Jarvis Thompson sostiene que, aun si se concede que el feto es una persona con derecho a vivir, de allí no se sigue que dicho derecho le dé derecho a disponer del cuerpo de la madre. Se suele pensar que tener derecho a la vida quiere decir tener derecho a recibir, al menos, lo mínimo para continuar viviendo; sin embargo, eso que una persona necesita para seguir viviendo, señala Thompson, puede ser algo a lo que no tiene derecho. Ilustra su tesis con un ejemplo: al despertar una mañana descubres que un violinista famoso que padece una seria enfermedad renal ha sido conectado a tus riñones y se te informa que un grupo de amantes de la música ha ordenado llevar a cabo esa conexión mientras dormías porque eres la única persona que tiene el tipo de sangre adecuada para que el violinista pueda sobrevivir; la pregunta es: ¿tienes derecho a desconectarte? Aun cuando el violinista tenga derecho a la vida, sigue Thompson, no tiene derecho a usar tus riñones, pues tu cuerpo es tu propiedad exclusiva y tienes un derecho inalienable a disponer de él; de modo que no estás moralmente obligado a permanecer conectado. Si accedes de buena gana a prestarle tus riñones para su sobrevivencia será un acto de generosidad, pero nunca el cumplimiento de un deber moral. Si la conexión con el violinista pone en peligro tu vida o tu salud, nadie se atreverá a sostener que haces mal en desconectarse. Volviendo a la cuestión del aborto, el hecho de que el feto tenga derecho a la vida no le da derecho por sí mismo, dice Thompson, a usar el cuerpo de la madre para su supervivencia y, si esto es así, sacarlo del útero materno no sería cometer una injusticia con el feto.