Problemas éticos medioambientales

En la década de los setenta se produjo un estallido de la conciencia ecológica. Por primera vez en 1972, en la Declaración de la Conferencia de Naciones Unidas celebrada en Estocolmo, aparece la idea de calidad del medio ambiente relacionada con los derechos fundamentales del hombre. Allí se dice: «Los hombres tienen el derecho fundamental a la libertad, la igualdad y las condiciones adecuadas de vida en un medio ambiente con una calidad tal que permita una vida con dignidad y bienestar». En el informe Nuestro futuro común, de 1987, se señala: «Todos los seres humanos tienen el derecho fundamental a un medio ambiente adecuado para su salud y su bienestar» y «lo estados deben conservar y usar el medio ambiente y los recursos naturales para beneficio de las generaciones presentes y futuras».

El Principio I de la Carta de la Tierra de 1992 afirma que «los seres humanos constituyen el centro de las preocupaciones relacionadas con el desarrollo sostenible. Tienen derecho a una vida saludable y productiva en armonía con la naturaleza». En las dos primeras declaraciones, el derecho a gozar de un medio ambiente con calidad está directamente asociado al bienestar de los individuos. En la Carta sobre la Tierra, en cambio, se introduce el concepto de desarrollo sostenible y el derecho está asociado a una vida saludable, siempre que esté en armonía con la naturaleza. El informe Nuestro Futuro Común introduce como idea novedosa el tema de las generaciones futuras y la conservación de recursos para beneficio de las mismas.

Este tipo de planteamientos tienen, sin embargo, problemas. En primer lugar, la ambigüedad semántica de conceptos como calidad de vida, bienestar y desarrollo sustentable y principalmente “derecho” desde un punto de vista moralmente relevante.

En la búsqueda de una ética ecológica, hay dos posturas que enfatizan aspectos diversos:

Ecología medioambientalista: defiende el medio ambiente por razón del beneficio que aporta al ser humano. Es decir, defender y proteger la naturaleza es defender y proteger al ser humano; salvar la naturaleza es salvar al hombre. No se confiere un valor intrínseco al entorno ni se reivindican derechos para la naturaleza en sí misma. Sólo se toma en serio el interés del hombre. Si la degradación del medio ambiente es objeto de preocupación, es porque pone en peligro la supervivencia de la especie humana y su calidad de vida.

Ecología profunda: considera que la naturaleza es en sí misma sujeto de derechos. Fundamenta su posición en que la biosfera es un todo orgánico, un cosmos (conjunto ordenado de cosas) superior a la humanidad, pues la totalidad es moralmente superior a los individuos. Es lo que se denomina “holismo”. Según esto, la ecología profunda es “antihumanista” en el sentido de que defiende el derecho intrínseco de todos los seres de la naturaleza, no de los seres humanos en exclusiva. Y dado que los problemas derivados de la devastación de la tierra se han vuelto globales, el mundo –que ha sido tratado como objeto– vuelve a ser sujeto y capaz de vengarse. Por eso es preciso un contrato natural que devuelva a la naturaleza sus derechos. En consecuencia, la obligatoriedad de respetar el medio ambiente no necesita justificaciones humanas, sino que se impone por sí sola. El medio ambiente “tiene derecho” a ser preservado, conservado y cuidado por sí mismo, no porque su deterioro tenga consecuencias nefastas para el hombre.

Ecofeminismo: es una defensa de la naturaleza con elementos de reivindicación feminista. Puesto que ambos movimientos se desarrollaron en los años setenta, forman parte de un mismo conjunto de reclamaciones de derechos. Esa semejanza en el rechazo a algunas de las afirmaciones de la civilización occidental es la que destacan sus defensores. Según los ecofeministas: Existen vínculos importantes entre la opresión de las mujeres y la naturaleza. Comprender estos vínculos es imprescindible para entender correctamente la opresión de las mujeres y de la naturaleza. La teoría y la práctica feministas han de incluir una óptica ecologista.
Las soluciones aportadas a los problemas ecológicos han de incluir una óptica feminista.

De los problemas éticos del medio ambiente el más novedoso es, quizá, el de los derechos de las generaciones futuras. El tema de los derechos de las generaciones futuras a gozar de un medio ambiente con calidad, al menos con sus indicadores naturales más importantes, se enfrenta con dos tipos de cuestiones: 1) a qué clase de entidades es posible atribuir derechos morales; 2) qué tipo de restricciones normativas impondrían tales derechos. En relación con el primer punto, las generaciones futuras, los fetos, los comatosos irreversibles cuya función cerebral ha finalizado, presentan problemas comunes en tanto la existencia ontológicamente precaria de su personalidad moral, y la imposibilidad de determinar con certeza sus intereses, que por lo general se consideran fuentes de demandas o de reclamaciones legítimas. El problema reside, según Feinberg, en que ni los fetos, ni las generaciones futuras, ni los vegetales humanos tienen intereses actuales que puedan constituir un sustento teórico para fundar sus reclamaciones en términos de derechos. Pero esto no implica que ninguno de ellos califique como miembros de nuestra comunidad moral, pues podemos tener obligaciones morales en relación con todos ellos, aunque no las tengamos por ellos mismos sino por múltiples razones, entre ellas porque no hacerlo sería contra-intuitivo.

Según Annette Baier una moral digna de respeto debe ser un esquema cooperativo transgeneracional de derechos y obligaciones, y argumenta a favor del reconocimiento de algunos intereses pre-existentes a las personas, los que denomina “intereses humanos comunes”, tales como la posibilidad de disponer de un suelo no envenenado, intereses que no dependen de la conciliación de deseos o gustos de los individuos reales. Según Baier, no es necesario conocer a las personas para estar informado de la totalidad de sus intereses, pues algunos de ellos pueden ser predicados en común de todo ser humano. Nuestras intuiciones compartidas nos obligan a adoptar políticas de control de población, teniendo en cuanta el arduo problema de compatibilizar los derechos de reproducción de las personas actuales, y a contraer obligaciones de justicia entre generaciones que prescriben proteger los sistemas de apoyo de la vida de la tierra y no comprometer la capacidad de las generaciones futuras a concretas los intereses humanos comunes.

En la teoría de la justicia de Rawls, los miembros de las generaciones futuras están representados en la posición original, dado que ninguna de las personas representativas que celebran el contrato sabe a qué generación pertenece. Rawls ha dicho que es «obvio que cada generación se beneficia cuando se mantiene una cantidad de ahorro razonable que capacita a los que vienen después a gozar de una vida saludable en una sociedad justa». Ronald Greer ha elaborado un principio general guía para el pensamiento moral entre generaciones. El principio dice: «Estamos obligados a hacer esfuerzos a fin de asegurar a nuestros descendientes los medios para una calidad de vida mejor que la nuestra, o como mínimo, asegurar que ellos no quedarán en peores circunstancias a causa de nuestras acciones».

Una dificultad de este principio es que los comparativos “mejor que” o “peor que” se aplican tanto a aspectos cuantificables como los niveles de contaminación o de generación de residuos tóxicos, como también a aspectos evaluativos no cuantificables, por ejemplo, el nivel de auto-estima o de realización de los individuos. La propuesta de Green es evaluar caso por caso teniendo a la mano una regla heurística que deberá usar todo aquel que quiera juzgar de modo imparcial, y preguntarse: si yo tuviera que vivir en alguna generación futura y fuera un individuo representativo de dicha generación, ¿tendría razones para considerar mi condición como un enriquecimiento en relación con la de aquellos que me precedieron? La regla tendría al menos consecuencias prácticas para la toma de decisiones sobre qué cantidad de recursos naturales no renovables es necesario conservar y proteger para las generaciones futuras. Si las consecuencias del calentamiento global, la polución, las pérdidas de espacios habitables o el crecimiento de la pobreza fueran sujetas a este test hipotético, claramente podríamos concluir que son injustas todas aquellas acciones que contribuyen a agravar el problema, más aún las prácticas que alientan el aumento del nivel de consumo masivo con la excusa de aumentar el capital y disminuir la pobreza o la injusticia social.

La tesis de Herman Daly es partir de las instituciones básicas existentes de la propiedad privada y el sistema de precios, pero al mismo tiempo exigir que ellas se extiendan a nuevos ámbitos tradicionalmente no contemplados, tales como el control de la producción en vistas de las limitaciones de recursos naturales –control que podría realizarse mediante un sistema de cuotas– y la corrección de la desigualdad que impone el sistema de mercado mediante límites máximos y mínimos a la riqueza y los ingresos. Según Daly, el principio benthamiano «el mayor bien para el mayor número» se ha transformado en «el mayor producto per capita para el mayor número». La propuesta normativa de Daly prescribe: «Las necesidades básicas de los individuos presentes cobran prioridad sobre las necesidades de los individuos futuros, pero la existencia de más individuos futuros cobra prioridad sobre las necesidades triviales de los individuos presentes» .