Podemos decir que la filosofía es un producto cultural específico, sin embargo esto no debe conducir al error de pensar que ha nacido por generación espontánea. Las soluciones que se dan y las formas de llegar a ellas, evidentemente son distintas, pero los problemas que se plantean, en gran medida, son heredados de las tradiciones míticas. Los problemas que plantean las explicaciones cosmogónicas, con un lenguaje mítico, se retoman exigiendo soluciones de carácter filosófico.
El resultado al que nos lleva este planteamiento es la relativización de lo que se ha llamado “paso del mito al logos”. No se puede negar las diferencias existentes entre ambas formas de enfrentarse a la realidad, pero tampoco se puede hablar de una ruptura radical sino de un progresivo desplazamiento a tratamientos cada vez más filosóficos. Si la supuesta ruptura entre el mito y el logos se hubiera realizado como un remplazo de contenidos, las ideas filosóficas sustitutivas de las creencias míticas habrían sido de una originalidad capital, puesto que nos encontraríamos ante una sustitución de contenidos. Sin embargo, históricamente esto es falso: en todas las culturas se mantienen unas invariantes, que se refieren a un fondo primitivo, sobre las que se apoya tanto el mito como la filosofía. En esta medida, el origen de la filosofía estaría en el nuevo tratamiento conferido al entramado lógico del mito: un tratamiento radicalmente nuevo y que se opone a las formas de expresión de la tradición mítica.
Desde esta perspectiva puede decirse que antes de Tales no hay filosofía en sentido estricto, pues él es el primero que pregunta “racionalmente” de qué están formadas las cosas y cuál es su origen. No importa tanto la respuesta que da (el agua) sino la forma de preguntar, ya que nos encontramos ante el comienzo de la aplicación del principio científico mediante el cual un máximo de fenómenos debe ser explicado con un mínimo de hipótesis. La importancia de los filósofos milesios radica en la suposición de que la totalidad de la realidad debe y puede ser en función de un principio común y único. Este darse cuenta de que frente a la multiplicidad que nos muestran los sentidos hay una unidad implica el nacimiento de la filosofía, pues la afirmación de la unidad supone la distinción entre el mismo mundo y la interpretación del mundo, distinción totalmente ajena a la concepción mítica. La filosofía nace así como logos abstracto capaz de separarse de lo concreto, un logos que busca la esencia de las cosas en contra de la experiencia cotidiana del devenir, pues es característico de estas primeras formas de pensamiento filosófico postular la unidad de las cosas rompiendo la pluralidad y buscando aquélla en ésta. Esta unidad es el arché.
El arché debe ser entendido como principio de las cosas; más concretamente como principio de la phýsis de las cosas que son. Lo que centrará el interés de estos primeros filósofos será el estudio del universo en tanto que phýsis, esto es, en tanto que debe ser entendido como un producto producido a partir de un principio: el arché. El arché y la phýsis serán dos caras de la misma moneda.
De esta forma, el interés por el arché y por la phýsis deriva en una preocupación cosmológica, que derivará de la herencia de las cosmogonías anteriores pero que ya no estará enlazada con la Teogonía sino que será objeto de una investigación sistemática. El gran avance será descubrir que la realidad es susceptible de ser comprendida conceptualmente, sin el apoyo de imágenes más o menos gráficas. Esto presupone que hay una regularidad en lo real (kosmos) y que el conjunto del universo, pese a su diversidad, tiene mucho en común, ya que, de lo contrario, no podría ser comprendido a partir de unos pocos principios.
Todo este planteamiento implica el surgimiento paulatino de una cultura de la sospecha, ya que se desarrolla la idea de que la verdadera realidad no es aquello que tiene por tal la mayoría; la verdadera realidad no es la que perciben los sentidos sino la que surge en el acto de conocer. Esta distinción entre conocer y ver, la separación entre el mundo de las apariencias y el mundo real, será la clave para entender el nacimiento de la filosofía.
El resultado al que nos lleva este planteamiento es la relativización de lo que se ha llamado “paso del mito al logos”. No se puede negar las diferencias existentes entre ambas formas de enfrentarse a la realidad, pero tampoco se puede hablar de una ruptura radical sino de un progresivo desplazamiento a tratamientos cada vez más filosóficos. Si la supuesta ruptura entre el mito y el logos se hubiera realizado como un remplazo de contenidos, las ideas filosóficas sustitutivas de las creencias míticas habrían sido de una originalidad capital, puesto que nos encontraríamos ante una sustitución de contenidos. Sin embargo, históricamente esto es falso: en todas las culturas se mantienen unas invariantes, que se refieren a un fondo primitivo, sobre las que se apoya tanto el mito como la filosofía. En esta medida, el origen de la filosofía estaría en el nuevo tratamiento conferido al entramado lógico del mito: un tratamiento radicalmente nuevo y que se opone a las formas de expresión de la tradición mítica.
Desde esta perspectiva puede decirse que antes de Tales no hay filosofía en sentido estricto, pues él es el primero que pregunta “racionalmente” de qué están formadas las cosas y cuál es su origen. No importa tanto la respuesta que da (el agua) sino la forma de preguntar, ya que nos encontramos ante el comienzo de la aplicación del principio científico mediante el cual un máximo de fenómenos debe ser explicado con un mínimo de hipótesis. La importancia de los filósofos milesios radica en la suposición de que la totalidad de la realidad debe y puede ser en función de un principio común y único. Este darse cuenta de que frente a la multiplicidad que nos muestran los sentidos hay una unidad implica el nacimiento de la filosofía, pues la afirmación de la unidad supone la distinción entre el mismo mundo y la interpretación del mundo, distinción totalmente ajena a la concepción mítica. La filosofía nace así como logos abstracto capaz de separarse de lo concreto, un logos que busca la esencia de las cosas en contra de la experiencia cotidiana del devenir, pues es característico de estas primeras formas de pensamiento filosófico postular la unidad de las cosas rompiendo la pluralidad y buscando aquélla en ésta. Esta unidad es el arché.
El arché debe ser entendido como principio de las cosas; más concretamente como principio de la phýsis de las cosas que son. Lo que centrará el interés de estos primeros filósofos será el estudio del universo en tanto que phýsis, esto es, en tanto que debe ser entendido como un producto producido a partir de un principio: el arché. El arché y la phýsis serán dos caras de la misma moneda.
De esta forma, el interés por el arché y por la phýsis deriva en una preocupación cosmológica, que derivará de la herencia de las cosmogonías anteriores pero que ya no estará enlazada con la Teogonía sino que será objeto de una investigación sistemática. El gran avance será descubrir que la realidad es susceptible de ser comprendida conceptualmente, sin el apoyo de imágenes más o menos gráficas. Esto presupone que hay una regularidad en lo real (kosmos) y que el conjunto del universo, pese a su diversidad, tiene mucho en común, ya que, de lo contrario, no podría ser comprendido a partir de unos pocos principios.
Todo este planteamiento implica el surgimiento paulatino de una cultura de la sospecha, ya que se desarrolla la idea de que la verdadera realidad no es aquello que tiene por tal la mayoría; la verdadera realidad no es la que perciben los sentidos sino la que surge en el acto de conocer. Esta distinción entre conocer y ver, la separación entre el mundo de las apariencias y el mundo real, será la clave para entender el nacimiento de la filosofía.