Vida y libertad en la filosofía de Ortega y Gasset

La vida en la filosofía de Ortega y Gasset se presenta como un hacerse en función de un proyecto que cada uno ha elegido para sí mismo. En esta posibilidad de elegir el propio programa vital se encuentra el origen de la libertad. La libertad no es la actividad que realiza alguien que ya tiene su ser establecido de antemano; el libre albedrío de alguien, que sabiendo perfectamente quién es, decide moverse hacia una opción u otra. Ser libre significa carecer de identidad constitutiva, no tener un ser determinado, poder ser otro del que se era. La libertad implica no descansar nunca en la estabilidad del ser, pues siempre se puede ser alguien distinto y esa posibilidad siempre está abierta. “Lo único que hay de ser fijo y estable en el ser libre es la constitutiva inestabilidad”[1].

La convicción de que el hombre no tiene naturaleza, de que es libre y que la libertad implica la posibilidad que tiene el hombre para imaginar su propio proyecto, nos lleva a la idea de que el hombre es una entidad infinitamente plástica, de la que se puede hacer lo que se quiera. Esta plasticidad del hombre conlleva la posibilidad de triunfo en la realización de su programa, esto es, la plenitud, pero también la posibilidad de fracasar, de llevar una vida inauténtica. Aquí es donde entraría la historia como naturaleza del hombre, como lugar donde se realizan o fracasan los programas humanos.

El punto de partida de toda esta reflexión está en la vida individual como realidad radical. En este contexto, el proyecto de cada vida habrá de ser también individual e intransferible. El proyecto de vida de cada hombre está ligado a su yo insobornable. “Cada cual es el que tiene que llegar a ser, aunque acaso no consiga ser nunca”[2].

De esta forma, la ética orteguiana nada tiene que ver con una moral universal, Ortega está más cerca del lema pindárico, “llega a ser el que eres”, que del imperativo kantiano. Ortega defiende el proyecto individual que cada uno tiene que ser. Nada más lejos del debemos ser que lo que tenemos que ser, el destino personal de cada uno. “El imperativo de la ética intelectual y abstracta queda sustituido por el íntimo, concreto y vital”[3]. Este destino ético de cada hombre supone que la vida es radicalmente ética. La expresión de ese destino ético del hombre es el programa vital de cada uno. “Vida significa la inexorable forzosidad de realizar el proyecto de existencia que cada cual es […]. La vida es constitutivamente un drama, porque es la lucha frenética con las cosas y aun con nuestro carácter por conseguir ser de hecho el que somos en proyecto”[4].

Del cumplimiento de este proyecto dependerá la autenticidad de la vida el hombre. En la medida que seamos más o menos fieles a nuestro proyecto, la vida será más o menos auténtica. Esto es así porque el hombre ha de responder a su proyecto y cumplirlo, pero también puede falsificarlo y ser infiel a la vida. Al contrario de lo que ocurre en la naturaleza, donde las cosas son lo que son de una vez por todas, donde las cosas son dadas, en la vida humana puede haber grados de realidad. El hombre, con la proyección de su vida, puede crearse una sobrenaturalaza. Sin embargo, también puede desnaturalizarse hasta llegar a la inautenticidad. La falta de proyecto, más que el fracaso del mismo, la dejadez total, no devuelve al hombre a la naturaleza, sino que lo convierte en inauténtico. Este es el verdadero riesgo de la libertad proyectiva del hombre, pero también toda su grandeza.

[1] OC., VI., Pág. 34.
[2] OC., IV, Pág. 405.
[3] OC., IV, Pág. 406.
[4] OC., IV, Pág. 400.