La imagen de Grecia que durante mucho tiempo ha perdurado en la cultura occidental está dominada por la idea de armonía, belleza, equilibrio, medida, en suma, por todos aquellos rasgos que se han denominado clásicos y que presentan un marcado carácter apolíneo. Esta imagen ha sido favorecida por el cristianismo, a través del cual se nos ha transmitido la cultura griega. Sin embargo, para Nietzsche esta imagen es sesgada, ya que en la cultura griega también nos encontramos con mitos trágicos así como con la presencia de cultos orgiásticos que ponen de manifiesto el otro principio que vive en ella, es decir, lo dionisíaco. Apolo y Dionisio son, por lo tanto, los dos elementos claves para entender la cultura griega, y toda nuestra civilización occidental.
El mismo Nietzsche nos dice: "el griego conoció y sintió los horrores y espantos de la existencia: para poder vivir tuvo que colocar delante de ellos la resplandeciente criatura onírica de los Olímpicos. Aquella enorme desconfianza frente a los poderes tiránicos de la naturaleza [...] fue superada constantemente una y otra vez, por los griegos, mediante el mundo intermedio artístico de los Olímpicos". El mundo de los dioses olímpicos es el mundo producido por el impulso apolíneo; la experiencia del caos, de la pérdida de toda forma definida en el flujo incesante de la vida que es también siempre muerte es, en cambio, la que corresponde al impulso dionisíaco.
Apolo y Dionisio son, por lo tanto, la relación de fuerzas que habita en el interior del individuo y que Nietzsche compara con los estados del sueño (Apolo) y con la embriaguez (Dionisio). Estas fuerzas también funcionan en el desarrollo de la civilización como la dualidad de los sexos de la conservación de la especie. Toda cultura humana es fruto del juego dialéctico de estos dos impulsos.