Cerca del extremo del brazo largo del cromosoma 22 se encuentra un gen muy grande y complejo, cargado de significado y conocido como HFW. Contiene catorce exones, que juntos conforman un texto de más de seis mil letras de largo. Este texto se corrige rigurosamente después de la transcripción del ARN para producir una proteína sumamente complicada que sólo se expresa en una pequeña parte de la corteza prefrontal del cerebro. La función de la proteína consiste, generalizando terriblemente, en dotar a los seres humanos de libre albedrío. Sin el gen HFW no habría libertad.
Este dato es totalmente falso, lo cual demuestra que yo soy libre a pesar de mis genes, hasta el punto de inventarme un dato inexistente. Está claro que yo soy una criatura biológica construida por mis genes. Ellos impusieron mi forma, me otorgaron cinco dedos en cada mano y treinta y dos piezas dentales en la boca, determinaron mi capacidad para el lenguaje y definieron casi la mitad de mi capacidad intelectual. Sin embargo, también me construyeron un cerebro y delegaron el él la responsabilidad de las tareas cotidianas. Ahora bien, estas tareas cotidianas alcanzan en mi cerebro un grado tan alto de complejidad que resulta casi imposible prever todas y tener una respuesta o un método adecuado para dar respuestas como si de un algoritmo se tratase. Es así, que el camino más viable biológicamente hablando para la supervivencia de este ser con tal capacidad cerebral sea la de dejar abierta la posibilidad de dar respuestas nuevas inventadas y creadas libremente según la situación lo requiera. Esta apertura en la capacidad de dar respuestas es la libertad, la cual sí que tiene una base genética (la incapacidad de los genes de dar tantas respuestas a diferentes situaciones) pero no tiene un gen determinado que la genere. Somos genéticamente libres porque no existe un gen de la libertad.